Solía imaginarlo excitado, sentado en una punta de la cama, divisando mi silueta a través de vestidos alados. Solía pensar que sus manos se volvían incoherentes si alguien pronunciaba mi nombre, que soñaba con hacerme el amor riéndose de un kamasutra demasiado anticuado. Solía pensar que mis palabras despertaban sus instintos, que mi boca era la responsable de sus gemidos, y no una boca cualquiera. Solía creer que, como yo, en su más húmeda soledad casi extrañaba mis dedos, que maldecía sus obligaciones por sus ganas de morder mi lengua una vez más.
Pero, al parecer, la única excitada era yo.
Pero, al parecer, la única excitada era yo.

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