Dejando constancia de mi total aborrecimiento hacia cada uno de los xenófobos, homófobos y racistas existentes, declaro inválida la pacífica frase: todos somos iguales. Ni siquiera dos personas en el mundo pueden considerarse semejantes (no sigas buscando a tu media naranja, desengáñate). Tal vez, si estuviera en mi mano y yo fuera alguien importante, la cambiaría sin vacilar por: todos somos personas, y, por ello, dueños de los mismos derechos. Al fin y al cabo, se basa en escribir un poco más.
A menudo, me gusta pensar en el lema como una errónea terapia de condicionamiento, parecida a esas de las que hablaba Aldous Huxley en Un mundo feliz; como el único y verdadero culpable de que una tarde cualquiera, esta misma, yo salga a la calle y tropiece con tres criaturas que apenas alcanzan la pubertad, de distinto padre y distinta madre, pero que se han tomado la célebre frase demasiado enserio. Y atrévete a no tomártela, te lanzaran tizas en clase.
Bajo mi punto de vista, ser persona implica ser libre, ya lo decía Oasis en uno de sus exitazos: libre para ser cualquier cosa que yo elija. Así, sin más. Y ser libre implica que valores a tu manera, que experimentes a tu manera, que aprendas a tu manera y que ames a lo que tú prefieras amar. En definitiva, que seas diferente.
Sinceramente, aplaudo a aquel que se atrevió a ir de blanco cuando todos vestían de negro, a todo aquel que escuchó folk cuando los demás escuchaban pop, a quien consideró insulsa la historia que fascinó a todos y no dudó en expresarlo... Pero el aplauso más fuerte es, sin duda, para aquella persona que comprendió que sólo así, la vida no resulta tan aburrida.
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